¿Peligro en la puerta? La amenaza lantente de los deliveries y mensajeros informales
“Jefe soy la compla”.
Aquellas fueron las palabras que escuché por el intercom cuando atendí un delivery hace unos días en mi hogar. Al consultar si alguien había pedido algo, mi esposa me confirmó que había solicitado la compra al supermercado. Intrigado por el evidente acento extranjero, decidí atender personalmente la entrega, abriendo la puerta de mi casa a quien, al preguntar su nombre, me dijo se llamaba Carlos.
Al recibirlo, lo primero que noté fue que el uniforme de Carlos difería por completo de la marca/empresa a la cual se le había realizado la compra.
Cuando empecé a interactuar con él, Carlos dejó en evidencia cicatrices de un accidente todavía visible en su cuerpo, y no tardó en expresar que se sentía víctima de un sistema informal de condiciones injustas, que se alimentaba de su extrema necesidad socioeconómica y migratoria.
A pesar de todo, su rostro mostraba una sonrisa ingenua al recordar lo que significaba para él una jornada laboral ya que desconocía sobre salario mínimo y horas extras: decía que lo que ganaba apenas alcanzaba para subsistir, se veía forzado a extenuantes jornadas de trabajo de hasta quince horas diarias, empezando a las 7 en punto de la mañana, y terminando a las 10 de la noche, sin que existiera ninguna consideración hacia su bienestar laboral.
Su expresión denotaba la dura realidad de un sistema que ignoraba su sacrificio, dejando en evidencia la vulnerabilidad de su posición y el desequilibrio entre los derechos del trabajador y las condiciones laborales impuestas.
Aunque su sonrisa parecía ser un reflejo de su resiliencia, también dejaba ver el peso de una carga injusta que llevaba sobre sus hombros. Y la marca de su accidente era más que una cicatriz física; era un símbolo de la negligencia y explotación que padecía en su lugar de trabajo.
Oxford Languages define la explotación como "la utilización de una persona en beneficio propio de forma abusiva, especialmente haciéndola trabajar mucho y pagándole poco". Desafortunadamente, muchas empresas están poniendo en riesgo la confianza y seguridad de sus clientes y de la sociedad en general al optar por enviar a sus hogares y oficinas a mensajeros informales como Carlos. Estos mensajeros, sean nacionales o extranjeros, carecen de responsabilidad laboral y no han sido sometidos a ninguna evaluación psicológica, policial o de salud mental y física para asegurar que estén aptos para prestar un servicio que requiere un alto nivel de responsabilidad y confiabilidad.
Este enfoque irresponsable está generando una amenaza latente que podría tener consecuencias negativas para todos los involucrados.
Todo esto agudiza el deterioro de la calidad del servicio que puedan prestar ya que, por la inconformidad de sus condiciones laborales, su situación les genera ira, malhumor y resentimientos que lamentablemente terminan poniendo en riesgo la integridad, seguridad y hasta la vida de los clientes y de esta forma, de toda la sociedad.
Esas entidades que reclutan personas como Carlos, ganan dinero, y son proveedores a su vez de otras empresas. Y el conjunto de proveedores que suplen a una empresa forman parte vital de lo que se conoce como “cadena de valor”. Pero, si a cambio de un precio bajo, las empresas contratantes no cuidan que sus proveedores sean éticos, cumplan las leyes, contraten de manera formal y aseguren la calidad de vida de sus colaboradores, ese ahorro terminará induciendo tarde o temprano una “cadena de destrucción de valor”, que podría afectar su imagen, credibilidad, rentabilidad y todo esto, a costa del potencial detrimento de sus clientes y de la sociedad, que son quienes terminarán pagando por sus servicios sufriendo las consecuencias de forma directa.
Durante nuestra conversación, Carlos expresó que, si de una compra de RD$10,000 pesos se le caía alguna funda y se dañaba productos valorados en RD$4,000, ese descuento se lo hacían completo a él, y no al ingreso de las 2 empresas que indirectamente representaba.
Todo esto me dejó algo muy claro: que Carlos y los miles de hombres como el, son las victimas ocultas del bajo precio.
Precio bajo que, en cualquier momento, cualquiera de nosotros necesitará subsidiar si como consumidores, vemos afectada nuestra seguridad o la de nuestros hijos, por la irresponsabilidad con la que este sector trata a sus colaboradores.
Una evidente ausencia de responsabilidad social empresarial, de voluntad gubernamental y una amenaza para alcanzar un desarrollo más humano y sostenible.
El caso de Carlos me recuerda que el progreso humano sostenible solo se logra cuando se protegen los derechos y la dignidad de todos los individuos involucrados en la cadena de valor. Es responsabilidad tanto de las empresas como de las autoridades gubernamentales asegurar que los precios de un servicio no deben convertirse en sinónimo de explotación, sino en una garantía de calidad, seguridad y responsabilidad social.
Solo así podremos construir una sociedad más justa, equitativa y respetuosa con los derechos fundamentales de sus ciudadanos.